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La Barraca - Vicente Blasco Ibáñez





lunedì 22 febbraio 2010 legge Maria Caballer
Vicente Blasco Ibáñez nasce a Valencia nel 1867. Fu un personaggio particolare per l’epoca giacché riuscì a svolgere con successo sia la sua produttiva attività letteraria (alcuni dei suoi romanzi sono stati portati al cinema), con una compromessa attività politica e giornalistica. La sua attività politica lo portò in diverse occasioni in galera per le sue idee repubblicane e la sua opposizione attiva ai conservatori. Malgrado Vicente Blasco Ibañez fosse coetaneo degli autori della generazione del 98 (Unamuno, Baroja...) i loro stili e soprattutto i loro temi sono completamente diversi. Vicente Blasco Ibañez ed il pittore Sorolla sviluppavano una cultura pagana, progressista di esaltazione della vita (vertente mediterranea), mentre i loro coetanei si caratterizzavano per una letteratura sobria, austera, pessimista, di chiaro-scuro. Nei suoi romanzi, Blasco Ibañez ritrae la realtà rurale e agricola della Valencia dell’epoca, non limitandosi però a una semplice descrizione ma introducendo i conflitti sociali caratteristici dell’ambiente storico-spaziale.


Vicente Blasco Ibáñez, La Barraca, Editorial CATEDRA Lestras Hispánicas.Madrid 1998, (La Baracca, a cura di Vittorio Spinazzola. – Milano, Feltrinelli, 1955)
Cuando, en época de cosecha, contemplaba el tío Barret los cuadros de distinto cultivo en que estaban divididas sus tierras, no podía contener un sentimiento de orgullo, y mirando los altos trigos, las coles con su cogollo de rizada blonda, los melones asomando el verde lomo a flor de tierra o los pimientos o tomates medio ocultos por el follaje, alababa la bondad de sus campos y los esfuerzos de todos sus antecesores al trabajarlos mejor que los demás de la huerta.
Toda la sangre de sus abuelos estaba allí. Cinco o seis generaciones de Barrets habían pasado su vida labrando la misma tierra, volviéndola al revés, medicinando sus entrañas con ardoroso estiércol, cuidando de que no decreciera su jugo vital, acariciando y peinando con el azadón y la reja todos aquellos terrones, de los cuales no había uno que no estuviera regado con el sudor y la sangre de la familia.
Mucho quería el labrador a su mujer, y hasta le perdonaba la tontería de haberle dado cuatro hijas y ningún hijo que le ayudase en sus tareas; no amaba menos a las cuatro muchachas, unos ángeles de Dios, que se pasaban el día cantando, cosiendo a la puerta de la barraca, y algunas veces se metían en los campos para descansar un poco a su pobre padre; pero la pasión suprema del tío Barret, el amor de sus amores, eran aquellas tierras, sobre las cuales había pasado monótona y silenciosa la historia de su familia. Hacía muchos años, muchos -en los tiempos que el tío Tomba, un anciano casi ciego que guardaba el pobre rebaño de un carnicero de Alboraya, iba por el mundo, en la partida del Fraile, disparando trabucazos contra franceses-, y estas tierras fueron de los religiosos de San Miguel de los Reyes, unos buenos señores, gordos, lustrosos, dicharacheros, que no mostraban gran prisa en el cobro de los arrendamientos, dándose por satisfechos con que por la tarde, al pasar por la barraca, los recibiera la abuela, que era entonces una real moza, obsequiándolos con hondas jícaras de chocolate y las primicias de los frutales. Antes, mucho antes, había sido el propietario de todo aquello un gran señor, que al morir depositó sus pecados y sus fincas en el seno de la comunidad; y ahora, ¡ay!, pertenecían a don Salvador, un vejete de Valencia, que era el tormento del tío Barret, pues hasta en sueños se le aparecía.
El pobre labrador ocultaba sus penas a su propia familia. Era un hombre animoso, de costumbres puras. Los domingos, si iba un rato a la taberna de Copa, donde se reunía toda la gente del contorno, era para mirar a los jugadores de truco, para reír como un bendito oyendo los despropósitos y brutalidades de Pimentó y otros mocetones que actuaban de gallitos de la huerta; pero nunca se acercaba al mostrador a pagar un vaso. Llevaba siempre el bolsillo de su faja bien apretado sobre el estómago, y si bebía era cuando alguno de los gananciosos convidaba a todos los presentes.
Enemigo de comunicar sus penas, se le veía siempre sonriente, bonachón, tranquilo, llevando encasquetado hasta las orejas el gorro azul que justificaba su apodo.
Trabajaba de noche a noche; cuando toda la huerta dormía aún, ya estaba él, a la indecisa claridad del amanecer, arañando sus tierras, cada vez más convencido de que no podría con ellas. Era demasiado trabajo para un hombre solo. ¡Si al menos tuviera un hijo!... Buscando ayuda, tomaba criados, que le robaban trabajando poco, y, finalmente, los despedía al sorprenderlos durmiendo dentro del establo en las horas de sol.
Influido por el respeto a sus antepasados, quería reventar de fatiga sobre sus terrones antes que consentir que una parte de ellos fuese cedida en arrendamiento a manos extrañas. Y no pudiendo con todo el trabajo, dejaba improductiva y en barbecho la mitad de su tierra feraz, pretendiendo con el cultivo de la otra mantener a la familia y pagar al amo.
Fué este empeño una lucha sorda, desesperada, tenaz, contra las necesidades de la vida y contra su propia debilidad.
No tenía más que un deseo: que las chicas ignorasen sus preocupaciones; que nadie se diese cuenta en la casa de los apuros y tristezas del padre; que no se turbase la santa alegría de aquella vivienda, animada a todas horas por las risas y las canciones de las cuatro hermanas, cuya edad sólo se diferenciaba en un año. Y mientras ellas, que ya comenzaban a llamar la atención de los mozos de la huerta, asistían con pañuelos de seda nuevos, vistosos, y planchadas y ruidosas faldas a las fiestas de los pueblecillos, o despertaban al amanecer para ir descalzas y en camisa a mirar por las rendijas del ventanillo quiénes eran los que cantaban les alboaes (Las alboradas) o las obsequiaban con rasgueo de guitarra, el pobre tío Barret, empeñado cada vez más en nivelar su presupuesto, sacaba, onza tras onza, todo el puñado de oro amasado ochavo sobre ochavo que le había dejado su padre, acallando así a don Salvador, viejo avaro que nunca tenía bastante, y no contento con exprimirle, hablaba de lo mal que estaban los tiempos, del escandaloso aumento de las contribuciones y de la necesidad de subir el precio del arrendamiento.
No podía haber encontrado Barret peor amo. Gozaba en toda la huerta una fama detestable, pues rara era la partida de ella donde no tuviese tierras. Todas las tardes, envuelto en una vieja capa, que llevaba hasta en primavera, con aspecto sórdido de mendigo y gestos hostiles que dejaba a su espalda, iba por las sendas visitando a los colonos. Era la tenacidad del avaro que desea estar en contacto a todas horas con sus propiedades, la pegajosidad del usurero que siempre tiene cuentas pendientes que arreglar.
Los perros ladraban al verle de lejos, como si se aproximase la muerte, los niños le miraban enfurruñados; los hombres se escondían para evitar penosas excusas, y las mujeres salían a la puerta de la barraca con la vista en el suelo y la mentira a punto para rogar a don Salvador que tuviese paciencia, contestando con lágrimas a sus bufidos y amenazas.
Pimentó, que en su calidad de valentón se interesaba por las desdichas de sus convecinos y era el caballero andante de la huerta, prometía entre dientes algo así como pegarle una paliza y refrescarlo después en una acequia; pero las mismas víctimas del avaro lo disuadían, hablando de la importancia de don Salvador, hombre que se pasaba las mañanas en los juzgados y tenía amigos de muchas campanillas. Con gente así siempre pierde el pobre.
De todos sus colonos, el mejor era Barret; aunque a costa de grandes esfuerzos, nada le debía. y el viejo, que lo citaba como modelo a los otros arrendatarios, cuando estaba frente a él extremaba su crueldad, se mostraba más exigente, excitado por la mansedumbre del labrador, contento de encontrar un hombre en el que podía saciar sin miedo sus instintos de opresión y de rapiña.
Aumentó, por fin, el precio del arrendamiento de las tierras. Barret protestó, y hasta lloró, recordando los méritos de su familia, que había perdido la piel en aquellos campos para hacer de ellos los mejores de la huerta. Pero don Salvador se mostró inflexible. ¿Eran los mejores?... Pues debía pagar más. Y Barret pagó el aumento. La sangre daría él antes que abandonar estas tierras que, poco a poco, absorbían su vida.
Ya no tenía dinero para salir de apuros; sólo contaba con lo que produjesen los campos. Y completamente solo, ocultando a la familia su situación, teniendo que sonreír cuando estaba entre su mujer y sus hijas, las cuales le recomendaban que no se esforzase tanto, el pobre Barret se entreizó a la más disparatada locura del trabajo.
Olvidó el sueño. Parecíale que sus hortalizas crecían con menos rapidez que las de los vecinos; quiso él solo cultivar todas las tierras; trabajaba de noche a tientas; el menor nubarrón de granizo le ponía fuera de sí, trémulo de miedo; y él, tan bondadoso, tan honrado, hasta se aprovechaba de los descuidos de los labradores colindantes para robarles una parte de riego.
Si su familia estaba ciega, en las barracas vecinas bien adivinaban la situación de Barret, compadeciendo su mansedumbre. Era un buenazo, no sabía plantarle cara al repugnante avaro, y éste lo iba chupando lentamente, hasta devorarlo por entero.
Quando, all’epoca del raccolto, zio Barret contemplava i riquadri delle varie colture in cui erano divise le sue terre, non poteva trattenere un sentimento di orgoglio; e guardando il frumento alto, i cavoli col cuore di trina arricciata, i meloni con la schiena verde che spuntava a fior di terra, o i peperoni e pomodori seminascosti tra il fogliame, magnificava la bontà dei suoi campi e gli sforzi di tutti i suoi predecessori per lavorarli meglio di tutti gli altri della huerta.
Tutto il sangue dei suoi vecchi era lì. Cinque o sei generazioni di Barret avevano passato la vita lavorando la stessa terra, rivoltandola, medicando le sue viscere con sterco vigoroso, badando che i suoi succhi vitali non diminuissero, accarezzando e pettinando con la zappa e l’aratro quelle zolle, tutte irrigate col sudore e il sangue della sua famiglia.
Egli amava molto sua moglie, e le perdonava persino la balordaggine di avergli dato quattro figlie e nessun figlio che lo aiutasse nei suoi lavori; e non amava meno le quattro ragazze, degli angioletti che passavano le giornate cantando e cucendo sulla porta della baracca e ogni tanto andavano nei campi per dar una mano al loro povero padre; ma la passione suprema di zio Barret, l’amore dei suoi amori, erano quelle terre, sopra le quali era passata monotona e silenziosa la storia della sua famiglia.
Molti, molti anni prima, -al tempo in cui zio Tomba, un vecchio quasi cieco che custodiva il povero gregge di un macellaio di Alboraya, andava per il mondo, nella banda del Fraile, sparando schioppettate contro i francesi, - quelle terre erano state dei monaci di San Miguel de los Reyes, dei bravi signori, grassi, lustri, sboccati, che non mostravano gran premura a riscuotere gli affitti, contenti che alla sera, passando per la baracca, li ricevesse la nonna, che allora era una splendida ragazza, ossequiandoli con tazze colme di cioccolata e le primizie della frutta. Prima, molto prima, il proprietario di tutto era stato un gran signore, che morendo fece legato ai monaci dei suoi peccati e dei suoi poderi: e adesso, ahimè, erano di don Salvador, un vecchietto di Valencia che era il tormento di zio Barret, e gli compariva anche in sogno.
Il povero contadino nascondeva alla famiglia le sue pene. Era un uomo coraggioso e onesto. La domenica, se andava un momento all’osteria del Copa, dove si riuniva tutta la gente dei dintorni, era per stare a vedere i giocatori di trucco, per ridere come un ragazzino agli spropositi e alle brutalità di Pimentò e di quegli altri giovanotti che la facevano da galletti della huerta, ma non si avvicinava mai al banco per pagare un bicchiere. La saccoccia della sua fascia era sempre ben stretta sullo stomaco, e se beveva, era quando qualcuno di quelli che vincevano offriva a tutti i presenti.
Restio a comunicare le sue pene, lo si vedeva sempre sorridente, bonaccione, tranquillo, col suo berretto azzurro, che gli aveva procurato il soprannome, ben calcato in testa fino alle orecchie.
Lavorava da una notte all’altra; quando tutta la huerta dormiva ancora, già stava, all’indeciso chiarore dell’alba, a scalfire le sue terre, ogni volta più convinto che non poteva farcela.
Era troppo lavoro per un uomo solo. Se almeno avesse avuto un figlio! In cerca di aiuto, prendeva dei servi che lo derubavano lavorando poco, e infine doveva licenziarli scoprendoli a dormire nella stalla durante le ore di sole.
Per rispetto ai suoi antenati, avrebbe preferito scoppiar di fatica sulle sue zolle piuttosto di consentire a che una parte di esse fosse ceduta in affitto a mani estranee. E non arrivandoci da solo, malgrado tutto il suo lavoro, lasciava improduttiva e a maggese metà della sua terra così fertile, pretendendo, colla coltivazione dell’altra metà, di mantenere la famiglia e di pagare il padrone.
Fu una lotta sorda, disperata, tenace, contro le necessità della vita e la sua propria debolezza.
Aveva un solo desiderio: che le bambine ignorassero le sue preoccupazioni; che nessuno si rendesse conto, in casa, delle pene e delle tristezze del padre; che non si turbasse la santa allegria di quella casa, sempre animata dalle risa e dalle canzoni delle quattro sorelle, tra l’età delle quali c’era un solo anno di differenza. E mentre esse, che già cominciavano a richiamare l’attenzione dei giovanotti della huerta, assistevano con fazzoletti di seta nuovi e vistosi e con gonne ben stirate e vivaci alle feste dei villaggi, o si alzavano la mattina per andare scalze e in camicia a guardare tra le fessure delle finestre chi erano quelli che cantavano loro les albaes o le salutavano con arpeggi di chitarra, il povero zio Barret, sempre più impegnato a pareggiare il suo bilancio, dava fondo, oncia dietro oncia, a tutto quel pugno d’oro accumulato soldo a soldo che gli aveva lasciato suo padre. Tacitava così don Salvador, vecchio avaro che non ne aveva mai abbastanza, e non contento di spremerlo gli parlava dei brutti tempi che correvano, dello scandaloso aumento delle tasse e della necessità di aumentare l’affitto.
Barret non avrebbe potuto incontrare padrone peggiore. Don Salvador godeva di una fama detestabile in tutta la huerta, poiché aveva possedimenti quasi ovunque. 
Tutte le sere, avvolto in un vecchio mantello che portava sino in primavera, col sordido aspetto di un mendicante, accompagnato dalle maledizioni e dai gesti ostili che si lasciava alle spalle, andava pei sentieri a visitare i coloni.
Era la tenacia dell’avaro che vuol restare sempre vicino alle sue proprietà, l’insistenza dell’usuraio che ha sempre conti pendenti da regolare.
I cani latravano a vederlo da lontano, come se arrivasse la morte; i bambini lo guardavano spauriti; gli uomini si nascondevano per evitare scuse penose, e le donne si facevan sulla porta delle baracche cogli occhi a terra e la bugia pronta, per chiedere a don Salvador che avesse pazienzia, rispondendo colle lacrime ai suoi rimproveri e alle sue minacce.
Pimentò, che nella sua qualità di bravaccio s’interessava alle disgrazie dei vicini ed era il cavaliere errante della huerta, brontolava tra i denti vaghe minacce, e parlava di dargli una buona bastonata e poi metterlo al fresco in un fossato; ma le stesse vittime dell’avaro lo dissuadevano, parlando dell’importanza di don Salvador, uomo che passava la mattina nei tribunali e aveva amici molto influenti. Con questa gente il povero ci perde sempre.
Di tutti i coloni, il migliore era Barret: a costo di grandi sforzi, ma non gli doveva nulla. E il vecchio, che lo portava come modello agli altri affittuari, quando era di fronte a lui accresceva la sua crudeltà, si mostrava più esigente, eccitato dalla mansuetudine del contadino.
Alla fine, aumentò il prezzo dell’affitto delle terre. Barret protestò, pianse persino, ricordando i meriti della sua famiglia, che aveva lasciato la pelle su quei campi per farne i migliori della huerta. Don Salvador fu inflessibile. Erano i migliori? E allora doveva pagare di più. E Barret pagò l’aumento. Il sangue avrebbe dato, prima di abbandonare quelle terre che a poco a poco gli succhiavano la vita.
Ormai non aveva più soldi per uscire di strettezze; non contava che sui prodotti dei campi. E completamente solo, nascondendo alla famiglia la sua situazione, sorridendo quando era con la moglie e le figlie, le quali gli raccomandavano di non sforzarsi troppo, il povero Barret si diede alla più insensata furia di lavoro.
Dimenticò il sonno. Gli sembrava che le sue ortaglie crescessero meno rapidamente di quelle dei vicini; volle, da solo, coltivare tutte le terre; lavorava di notte, a tastoni; la più piccola nuvolaglia di grandine lo faceva uscir di sé, tremante di paura; e lui, tanto buono, tanto onorato, giungeva ad approfittare della distrazione dei contadini confinanti per rubar loro una parte dell’acqua per irrigare.
Se la sua famiglia era cieca, nelle baracche vicine comprendevano bene la situazione di Barret, e compativano la sua arrendevolezza. Era troppo buono, non sapeva dargli il fatto suo a quell’avaraccio, e questi lo andava succhiando lentamente sino a divorarselo tutto.
……………
Pero la Providencia, que nunca abandona al pobre, le habló por boca de don Salvador. Por algo dicen que Dios saca muchas veces el bien del mal.
El insufrible tacaño, el voraz usurero, al conocer su desgracia, le ofreció ayuda con una bondad paternal y conmovedora. ¿Qué necesitaba para comprar otra bestia? ¿Cincuenta duros? Pues allí estaba él para ayudarle, demostrando con esto cuán injustos eran los que le odiaban y hablaban mal de su persona.
Y prestó dinero a Barret con el insignificante detalle de exigirle una firma -los negocios son negocios- al pie de cierto papel en el que se hablaba de interés, de acumulación de réditos, de responsabilidad de la deuda, mencionando para esto último los muebles, las herramientas, todo cuanto poseía el labrador en su barraca, incluso los animales de corral.
Barret, animado por la posesión de un nuevo rocín joven y brioso, volvió con más ahinco a su trabajo, a matarse sobre aquellos terruños, que parecían crecer según disminuían sus fuerzas, envolviéndolo como un sudario rojo.
La mayor parte de lo que cosechaba en sus campos se lo comía la familia, y los puñados de cobre que sacaba de la venta del resto en el mercado de Valencia desparramábase, sin llegar a formar nunca el montón necesario para acallar a don Salvador.
Estas angustias del tío Barret por satisfacer su deuda sin poder conseguirlo acabaron por despertar en él cierto instinto de rebelión, haciendo surgir de su rudo pensamiento vagas y confusas ideas de justicia. ¿Por qué no eran suyos los campos? Todos sus abuelos habían dejado la vida entre aquellos terrones; estaban regados con el sudor de la familia; si no fuese por ellos, por los Barrets, estarían las tierras tan despobladas como la orilla del mar... Y ahora venía a apretarle la argolla, a hacer morir con sus recordatorios aquel viejo sin entrañas que era el amo, aunque no sabía coger un azadón ni en su vida había doblegado el espinazo, impelido por el trabajo... ¡Cristo! ¡Y cómo arreglan las cosas los hombres!...
Pero estas rebeliones eran momentáneas; volvían a él la sumisión resignada del labriego y el respeto tradicional y supersticioso para la propiedad. Había que trabajar y ser honrado.
Y el pobre hombre, que consideraba el no pagar como la mayor de las deshonras, volvía a sus faenas cada vez más débil, más extenuado, sintiendo en su interior el lento desplome de su energía, convencido de que no podía prolongar esta lucha, pero indignado ante la posibilidad tan sólo de abandonar un palmo de las tierras de sus ascendientes.
Ma la provvidenza, che mai abbandona il povero, gli parlò per bocca di don Salvador. Non per nulla dicono che Dio sa trarre, spesso, il bene del male.
Il terribile taccagno, il vorace usuraio, a sentire la sua disgrazia, gli offrì aiuto con una bontà paterna e commovente. Cosa gli occorreva per comprare un’altra bestia? Cinquanta scudi? Ma c’era lì lui per aiutarlo, e dimostrare così quanto erano ingiusti quelli che lo odiavano e parlavano male di lui.
E prestò il denaro a Barret, con l’insignificante dettaglio di esigere una firma – gli affari sono affari – sotto una carta in cui si parlava d’interessi, di accumulazione di redditi, di responsabilità del debito, menzionando a questo proposito i mobili, le ferramente, tutto quanto il contadino possedeva nella sua baracca, inclusi gli animali da cortile.
Barret, rianimato dal possesso di un nuovo cavallo giovane e vigoroso, tornò con maggior lena al suo lavoro, ad ammazzarsi su quelle zolle, che sembravano crescere col diminuire delle forze, avvolgendolo come in un rosso sudario.
La maggior parte del raccolto se lo mangiava la famiglia, e le poche manciate di rame che prendeva dalla vendita del resto al mercato di Valencia finivano in niente, senza arrivar mai a formare il mucchio necessario per far tacere don Salvador.
Le angosciose preoccupazioni di zio Barret per soddisfare il debito senza mai riuscirci finirono per svegliare in lui un certo istinto di ribellione, facendo sorgere, nel suo rozzo modo di pensare, vaghe e confuse idee di giustizia. Perché i campi non erano suoi? Tutti i suoi avi avevano lasciato la vita tra quelle zolle, che erano bagnate del sudore della sua famiglia; se non fosse per loro, per i Barret, quelle terre sarebbero deserte come la spiaggia del mare…. E ora veniva a prenderlo per il collo, a farlo morire con le sue insistenze quel vecchio senza cuore che era il padrone, anche se non sapeva reggere una zappa né mai aveva curvato la schiena in vita sua. Cristo! Come regolano le cose gli uomini!
E il pover’uomo, che considerava non pagare come il più grande dei disonori, tornava al suo lavoro sempre più debole, più estenuato, sentendo dentro di sé il lento esaurirsi delle sue energie, convinto che non poteva prolungare questa lotta, ma sdegnando davanti alla possibilità di abbandonare anche un solo palmo della terra dei suoi avi.
………………….
Tan inaudito resultaba esto para el pobre tío Barret, que sonrió con incredulidad. Eso podría ser para los tramposos, para los que no han pagado nunca; pero él, que siempre había cumplido, que nació allí mismo, que sólo debía un año de arrendamiento..., ¡quia! ¡Ni que viviera uno entre salvajes, sin caridad ni religión!
Pero en la tarde, cuando vio venir por el camino a unos señores vestidos de negro, fúnebres pajarracos con alas de papel arrolladas bajo el brazo, ya no dudó. Aquél era el enemigo. Iban a robarle.
Y sintiendo en su interior la ciega bravura del mercader moro que sufre toda clase de ofensas, pero enloquece de furor cuando le tocan su propiedad, Barret entró corriendo en su barraca, agarró la vieja escopeta que tenía siempre cargada detrás de la puerta, y, echándosela a la cara, plantóse bajo el emparrado, dispuesto a meterle dos balas al primero de aquellos bandidos de la ley que pusiera el pie en sus campos.
Salieron corriendo su mujer, enferma, y las cuatro hijas, gritando como locas, y se abrazaron a él, intentando arrancarle la escopeta, tirando del cañón con ambas manos. Y tales fueron los gritos de este grupo, que, luchando y forcejeando, iba de un pilar a otro del emparrado, que empezaron a salir gentes de las vecinas barracas, y llegaron corriendo en tropel, ansiosas, con la solidaridad fraternal de los que viven en despoblado.
Tutto ciò suonava talmente inaudito al povero zio Barret, che ci sorrise su, incredulo. Poteva ancora darsi per gli imbroglioni, per quelli che non pagano mai; ma lui, che aveva fatto sempre il suo dovere, che era nato lì, che doveva soltanto un anno di affitto...E che! Neanche se uno vivesse tra i selvaggi, senza carità né religione.
Ma a sera, quando vide venire per la strada dei signori vestiti di nero, uccellacci funebri con ali di carta arrotolate sotto il braccio, non ebbe più dubbi. Quello era il nemico. Venivano a derubarlo.
E sentendo dentro di sé la cieca ferocia del mercante moro che sopporta ogni genere d’insulti, ma ammattisce di furore quando gli toccano la sua roba, Barret entrò di corsa nella baracca, afferrò la vecchia doppietta che teneva sempre carica dietro la porta e portandosela al viso si piantò sotto il pergolato, pronto a dar due schioppettate al primo di quei banditi della legge che ponesse piede nei suoi campi.
La moglie malata e le quattro figlie, gridando come pazze, uscirono di corsa, e si abbracciarono a lui, cercando di strappargli la doppietta, attaccandosi alla canna con tutte e due le mani. E tali furono le grida di questo gruppo, che lottando e divincolandosi andava da un sostegno all’altro del pergolato, che cominciò a uscir gente dalle baracche vicine, e ad arrivare di corsa, in frotta, ansiosi, con la solidarietà fraterna di chi vive in luoghi poco abitati.
.......
El corral, el establo, las pocilgas eran obra de su padre; y aquella montera de paja, tan alta, tan esbelta, con las dos crucecitas en sus extremos, la había levantado él de nuevo, en sustitución de la antigua, que hacía agua por todas partes.
Y obra de sus manos era también el brocal del pozo, las pilastras del emparrado, las encañizadas, por encima de las cuales enseñaban sus penachos de flores los claveles y los dompedros. ¿Y todo aquello iba a ser propiedad de otro, porque sí, porque así lo querían los hombres?
Buscó en su faja la tira de fósforos de cartón que le servían para encender sus cigarros. Quería prender fuego a la paja de la techumbre. ¡Que se lo llevase todo el demonio! Al fin, era suyo, bien lo sabía Dios, y podía destruir su hacienda antes que verla en manos de ladrones.
Mas al ir a incendiar su antigua casa sintió una impresión de horror, como si tuviera ante él los cadáveres de todos sus antepasados, y arrojó los fósforos al suelo.
Continuaba rugiendo en su cabeza el ansia de destrucción, y para satisfacerla se metió con la hoz en la mano en aquellos campos, que habían sido sus verdugos.

Il cortile, la stalla, il porcile, erano opera di suo padre; quel tetto di paglia così alto, così elegante con le due crocette alle estremità, l’aveva alzato di nuovo lui, in sostituzione di quello vecchio che faceva acqua da tutte le parti. 
E opera di sua mano era anche l’orlo del pozzo, i sostegni del pergolato, i graticci di canna al di sopra dei quali mostravano il loro pennacchio di fiori i garofani e i convolvoli. E tutto doveva diventar proprietà di un altro, perché così volevano gli uomini?
Cercò nella fascia la striscia dei fiammiferi che gli servivano per accendere i sigari. Voleva dar fuoco alla paglia del tetto. Che se lo prendesse tutto il demonio! Infine era roba sua, Dio lo sapeva, e poteva ben distruggere i suoi beni prima di vederli in mano a dei ladri.
Ma preparandosi a incendiare la sua vecchia casa, ebbe un’impressione di orrore, come se si vedesse davanti i cadaveri di tutti i suoi avi, e gettò con il falcetto in mano tra quei campi che erano stati i suoi carnefici.

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Ya alcanzaba a contemplar su huerta, ya se reía del miedo pasado, cuando vió saltar del bancal de cáñamo al propio Barret, y le pareció un enorme demonio, con la cara roja, los brazos extendidos, impidiéndole toda fuga, acorralándolo en el borde de la acequia, que corría paralela al camino. Creyó soñar; chocaron sus dientes, su cara púsose verde, y se le cayó la capa, dejando al descubierto un viejo gabán y los sucios pañuelos arrollados a su cuello. Tan grandes eran su terror y su turbación, que hasta le habló en castellano.
-¡Barret, Hijo mío! -dijo con voz entrecortada-. Todo ha sido una broma: no hagas caso. Lo de ayer fué para hacerte un poquito de miedo..., nada más. Vas a seguir en las tierras... Pásate mañana por casa..., hablaremos. Me pagarás como mejor te parezca.
Y doblaba su cuerpo, evitando que se le acercase el tío Barret. Pretendía escurrirse, huir de la terrible hoz, en cuya hoja se quebraba un rayo de sol y se reproducía el azul del cielo. Como tenía la acequia detrás de él, no encontraba sitio para moverse, y echaba el cuerpo atrás, pretendiendo cubrirse con las crispadas manos.
El labrador sonreía como una hiena, enseñando sus dientes agudos y blancos de pobre.
-¡Embustero! ¡Embustero! -contestaba con una voz semejante a un ronquido.
Y, moviendo su herramienta de un lado a otro, buscaba sitio para herir, evitando las manos flacas y desesperadas que se le ponían delante.
-Pero ¡Barret! ¡Hijo mío! ¿Qué es esto?... ¡Baja esa arma..., no juegues!... Tú eres un hombre honrado...; piensa en tus hijas. Te repito que ha sido una broma. Ven mañana y te daré las lla... ¡Aaay!...
Fué un rugido horripilante, un grito de bestia herida. Cansada la hoz de encontrar obstáculos, había derribado de un solo golpe una de las manos crispadas. Quedó colgando de los tendones y la piel, y el rojo muñón arrojó la sangre con fuerza, salpicando a Barret, que rugió al recibir en el rostro la caliente rociada.

Ormai aveva finito di contemplare il suo orto, e rideva delle sue paure passate, quando vide balzar su dal campo di canapa Barret, e gli sembrò un enorme diavolo, con la faccia rossa, le braccia tese a impedirgli ogni scampo e rinserrarlo sul bordo del fossato che correva parallelo al sentiero. Credette di sognare: gli batterono i denti, e cambiò colore, e gli cadde il mantello, lasciando allo scoperto una vecchia gabbana e i sudici fazzoletti arrotolati al collo. Il terrore e il turbamento erano tanto grandi che parlò persino in castigliano.
“Barret! Figlio mio!” disse con voce rotta. “è stato tutto uno scherzo; non farci caso. Quello di ieri fu per farti un po’ di paura… nient’altro. Resterai nelle tue terre… Passa domani da casa mia…parleremo. Mi pagherai come ti sembrerà meglio.”
E si curava, per evitare che zio Barret si avvicinasse. Cercava di scappare, di sfuggire alla terribile falce, nella cui lama si rifletteva un raggio di sole e si riproduceva l’azzurro del cielo. Avendo il fossato dietro di sé, non poteva muoversi, e gettava il corpo all’indietro, cercando di coprirsi con le mani raggrinzite.
Il contadino sorrideva come una iena, mostrando i denti bianchi ed aguzzi, da povero.
“Bugiardo! Bugiardo!” rispondeva con una voce simile a un ronzio.
E muovendo il ferro da una parte all’altra, cercava spazio per colpire, evitando le mani fiacche e disperate che gli si mettevano davanti.
“Ma Barret! Figlio mio! Che fai? … Abbassa quest’arma … non scherzare! Sei un uomo onorato…Pensa alle tue figlie. Ti ripeto che è stato uno scherzo. Vieni domattina e ti darò le chi..Aaa!”.
Fu un ruggito orrendo, un grido da bestia ferita. La falce, stanca di incontrare ostacoli, aveva d’un sol colpo tagliato una delle mani grinzose. Restò appesa per i tendini e la pelle, e il rosso moncherino scagliò fuori il sangue con forza, spruzzando Barret, che ruggì ricevendo in faccia la calda rugiada.
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Todos los días veían lo mismo: las mujeres cosiendo y cantando bajo las parras; los hombres, en los caminos, encorvados, con la vista en el suelo sin dar descanso a los activos brazos; Pimentó, tendido a lo gran señor ante las varitas de liga, esperando a los pájaros, o ayudando a Pepeta torpe y perezosamente; en la taberna de Copa, unos cuantos viejos tomando el sol o jugando al truco. El paisaje respiraba paz y honrada bestialidad; era una Arcadia moruna. Pero los del gremio no se fiaban; ningún labrador quería las tierras ni aun gratuitamente, y, al fin, los amos tuvieron que desistir de su empeño, dejando que se cubriesen de maleza y que la barraca se viniese abajo, mientras esperaban la llegada de un hombre de buena voluntad capaz de comprarlas o trabajarlas.
La huerta estremecíase de orgullo viendo cómo se perdía aquella riqueza y los herederos de don Salvador se hacían la santísima.
Era un placer nuevo e intenso. Alguna vez se habían de imponer los pobres y quedar los ricos debajo. Y el duro pan parecía más sabroso; el vino, mejor; el trabajo, menos pesado, imaginándose las rabietas de los dos avaros, que con todo su dinero habían de sufrir que los rústicos de la huerta se burlasen de ellos.
Además aquella mancha de desolación y miseria en medio de la vega servía para que los otros propietarios fuesen menos exigentes, y, tomando ejemplo en el vecino, no aumentaran los arrendamientos y se conformasen cuando los semestres tardaban en hacerse efectivos.
Tutti i giorni vedevano le stesse cose: le donne cucire e cantare sotto le pergole; gli uomini nei campi, curvi, cogli occhi a terra, senza dar riposo alle braccia attive; Pimentò steso da gran signore davanti alle bacchette di vischio in attesa degli uccelli o ad aiutare Pepeta, lento e pigro; nella osteria del Copa qualche vecchio che prendeva il sole o giocava al trucco. Il paesaggio spirava pace e onorata bestialità; era una Arcadia moresca. Ma quelli del villaggio non si fidavano: nessun contadino voleva le terre, neppure gratis, e alla fine i padroni dovettero desistere dal loro proposito, e lasciare che esse si coprissero di erbacce e che la baracca crollasse, in attesa che arrivasse un uomo di buona volontà che le comprasse e le lavorasse.
La huerta non stava in sé dall’orgoglio vedendo come andava perduta quella ricchezza e si consumavano di rabbia gli eredi di don Salvador.
Era un piacere nuovo e intenso. Una volta tanto dovevano imporsi i poveri e lasciar a piedi i ricchi. E il pane duro sembrava più saporito, il vino migliore, il lavoro meno pesante, se pensavano alla rabbia dei due avari, che con tutto il loro denaro dovevano sopportare che quegli zotici della huerta si burlassero di loro.
Poi, quella macchia di desolazione e di miseria in mezzo alla pianura serviva a che gli altri proprietari fossero meno esigenti, e prendendo esempio dal vicino non aumentassero gli affitti, e stessero buoni quando si tardava a pagare il semestre.